El laboratorio de la científica
estaba sumido en silencio. Lauranstein y Ángelus se habían
ausentado unos momentos y nuestros cuatro protagonistas se miraban
los unos a los otros mientras la información que les había sido
cedida se hacía un hueco entre sus pensamientos. Lady Lía era la
única que aún rechupeteaba
su plato de algas a la marinera.
- ¿Habéis oído la parte en la
que ha admitido bañarse con caballitos de mar?
- Nimiedades – sir John Jesus
era fiel a su seriedad cuando ésta más se necesitaba–.
Concentrémonos en el hecho de que la Reina emplea un elemento
sobrenatural para aumentar su poder sobre el monarca masculino. Si
esto es cierto, hemos encontrado su debilidad. ¡Hay esperanza!
- Nada es seguro – Luciana no
creía en componentes milagrosos, excepto quizás en el hormigón –.
Por lo que sabemos, la porcelana de Entropía es una leyenda y la
Reina bien podría ser una fanática algo rarita.
- Pero es esto… o nada – Lady
Lía se limpió la boca poco discretamente con una de sus mangas y
prosiguió –. Yo digo que fluyamos con la idea; yo opto por tener
esperanza.
- Yo también soy muy de seguir la
corriente, de be
water, my friend –
Girautius gesticuló con sus manos, imitando unas ondas de agua.
- Supongo que tampoco nos queda
otra opción – suspiró Luciana dramáticamente -. Quiero decir,
siempre podríamos huir a una islita exótica y alimentarnos de
cocos, pero ¿dónde compraría mis lacas de uñas multicolores?
Los cuatro se quedaron de nuevo en
silencio. Habían acudido a la mansión de Lauranstein buscando
respuestas... y las habían encontrado. Que éstas fueran de su
agrado o no, era otro tema. Lo que estaba claro es que ante ellos se
erigía, poco a poco, la silueta de una aventura más grande de lo
que en un principio habían adivinado. El curandero pronunció en
alto las palabras que todos estaban pensando.
- ¿Y
hacia dónde cabalgamos ahora?
- Podemos deducir de la historia
que tan animadamente nos ha contado la científica rarita que la
Reina necesita la esfera de Porcelana de Entropía para continuar con
sus malvados planes – sir John Jesus se frotó los ojos con sus
dedos, intentando aclarar sus pensamientos -, de otro modo no tendría
tanta prisa por solicitar la ayuda de Lauranstein para repararla.
Esto quiere decir que, mientras la soberana se pasee por estos
laboratorios, el Rey estará desprotegido, desatendido, vulnerable.
- ¿Vamos
a volver a palacio? - Lady Lía meneó la cabeza, rechazando la
propuesta – Yo voto por luchar por que se haga justicia, sí; y me
encantaría volver a veros hacer parkour
saltando entre las torretas del castillo, pero no vamos a
arriesgarnos a ser capturados por la mera posibilidad de despertar al
Rey de su trance. ¿Acaso crees que no lo dejará en buenas manos,
que no va a asegurarse de que esté rodeado de quichismichis
y
churrimurris?
- ¿Se
supone que esos son nombres de hechizos?
- Además, si lográsemos llegar
hasta el Rey y tener unos momentos con él, ¿cómo
lo despabilamos? ¿Una palmadita en la espalda? ¿Cosquillas en las
plantas de los pies? ¿Arañamos una pizarra? ¿Le ponemos Una
vaina loca?
- la Descarriada realizaba nerviosos aspavientos con sus manos.
- Lo que está claro es que no
podemos quedarnos aquí – repuso sir John Jesus firmemente -. Sea
cual sea la dirección por la que optemos, se puede acordar una vez
que estemos a unos cuantos kilómetros de esta mansión.
Nuestros cuatros protagonistas
asintieron con sus cabezas y retornaron al incómodo silencio que el
discurso de Lauranstein había desencadenado originalmente. Así se
mantuvieron durante los siguientes diez minutos, hasta que las
puertas del laboratorio se entreabrieron con un ruido de bisagras mal
engrasadas, dando paso a los dueños
de la casa.
Ángelus cargaba entre sus brazos
un considerable montón de tentempiés, todos envueltos delicadamente
entre hojas de haya. Dando grandes zancadas, se aproximó a una mesa
repleta de papeles y dejó caer allí los aperitivos. Lauranstein
también llevaba algo entre sus brazos, aunque los cuatro fugitivos
no conseguían adivinar de qué se trataba. La científica se situó
entre nuestros protagonistas, en el centro del semicírculo que sus
taburetes dibujaban. Con cuidado, alzó una mano sobre su cabeza y,
sujetando con su otro brazo el misterioso fardo, chasqueó sus dedos.
Un búho de brillantes colores salió volando del bulto que
Lauranstein agarraba y se posó en la mano que ésta conservaba
levantada. Sus plumas vibraban ante la presencia de los desconocidos.
-
Os presento a Alfonsina,
mi más bello ejemplar de búho. Este otro – añadió la erudita
señalando con su cabeza el bulto de plumas que seguía alojado entre
sus brazos – es Mouchilo.
Lady Lía asomó su cabezón e
intentó escrudiñar
algo del tímido pájaro que se mantenía oculto. Logró atisbar un
pequeño pico rojizo, que se movía rítmicamente.
- Le gusta mucho dormir.
Lauranstein comenzó entonces a
sacudir su brazo con energía, intentando despertar al amodorrado
animal. Poco a poco, el ave empezó a presentar signos de vida,
abriendo plenamente un ojo y dejando el otro a medio cerrar. Miró a
su alrededor, intentando dar sentido a las caras que le miraban tan
atentamente, pero sin ninguna intención de moverse de la cómoda
extremidad de la científica.
- Éstos son de una rara variedad
de búho: poseen un plumaje muy colorido y exótico, a penas ululan y
son grandes portadores de objetos.
La investigadora posó a Mouchilo
encima de su hombro izquierdo, para el pesar del pájaro; alargó su
ahora libre brazo y agarró un tubo de ensayo de una de las repisas
más cercanas. Acercó el instrumento al aún adormilado búho.
Mouchilo abrió su pico de par en par y se tragó el tubo de un sólo
golpe.
- Bestial – apostilló
Girautius. Los demás no estaban seguros de cuál debía ser la
reacción más apropriada.
- Pueden ingerir gran cantidad de
cosas, de todas las formas y tamaños, aunque cada uno tiene sus
pequeñas manías. Por ejemplo, Alfonsina jamás engulliría una taza
de leche con migas de pan.
Aunque se había sorprendido por
el inesperado festín del que acababa de ser presente, Lady Lía no
conseguía ver gran diferencia entre ese pajarillo y ella misma
cuando se le ofrecía chocolate. Lauranstein, mientras tanto,
proseguía con su demostración.
- Y ahora... ¡Devuéveme el tubo
de ensayo!
Mouchilo
miró la palma de la mano que su cuidadora había situado justo en
frente de su semblante. La
Descarriada creyó ver como el pequeño animal encogía sus aplumados
hombros en señal de indeferencia antes de regurgitar el instrumento
científico sobre la mano de Lauranstein sin el menor esfuerzo.
-
Quiero que os los llevéis con vosotros. Son estupendos compañeros
de viaje y requieren bajo mantenimiento. Es nuestra manera de
desearos buena suerte en vuestro periplo.